viernes, 14 de octubre de 2011

Mejor que arder

Era alta, fuerte, con mucho cabello. La madre Clara tenía bozo oscuro y ojos profundos, negros.

Había entrado en el convento por imposición de la familia: querían verla amparada en el seno de Dios. Obedeció.

Cumplía sus obligaciones sin reclamar. Las obligaciones eran muchas. Y estaban los rezos. Rezaba con fervor.

Y se confesaba todos los días. Todos los días recibía la hostia blanca que se deshacía en la boca.

Pero empezó a cansarse de vivir sólo entre mujeres. Mujeres, mujeres, mujeres. Escogió a una amiga como confidente. Le dijo que no aguantaba más. La amiga le aconsejó:

-Mortifica el cuerpo.

Comenzó a dormir en la losa fría. Y se fustigaba con el cilicio. De nada servía. Le daban fuertes gripas, quedaba toda arañada.

Se confesó con el padre. Él le mandó que siguiera mortificándose. Ella continuó.

Pero a la hora en que el padre le tocaba la boca para darle la hostia se tenía que controlar para no morder la mano del padre. Éste percibía, pero nada decía. Había entre ambos un pacto mudo. Ambos se mortificaban.

No podía ver más el cuerpo casi desnudo de Cristo.

La madre Clara era hija de portugueses y, secretamente, se rasuraba las piernas velludas. Si supieran, ay de ella. Le contó al padre. Se quedó pálido. Imaginó que sus piernas debían ser fuertes, bien torneadas.

Un día, a la hora de almuerzo, empezó a llorar. No le explicó la razón a nadie. Ni ella sabía por qué lloraba.

Y de ahí en adelante vivía llorando. A pesar de comer poco, engordaba. Y tenía ojeras moradas. Su voz, cuando cantaba en la iglesia, era de contralto.

Hasta que le dijo al padre en el confesionario:

-¡No aguanto más, juro que ya no aguanto más!

Él le dijo meditativo:

-Es mejor no casarse. Pero es mejor casarse que arder.

Pidió una audiencia con la superiora. La superiora la reprendió ferozmente. Pero la madre Clara se mantuvo firme: quería salirse del convento, quería encontrar a un hombre, quería casarse. La superiora le pidió que esperara un año más. Respondió que no podía, que tenía que ser ya.

Arregló su pequeño equipaje y salió. Se fue a vivir a un internado para señoritas.

Sus cabellos negros crecían en abundancia. Y parecía etérea, soñadora. Pagaba la pensión con el dinero que su familia le mandaba. La familia no se hacía el ánimo. Pero no podían dejarla morir de hambre.

Ella misma se hacía sus vestiditos de tela barata, en una máquina de coser que una joven del internado le prestaba. Los vestidos los usaba de manga larga, sin escote, debajo de la rodilla.

Y nada sucedía. Rezaba mucho para que algo bueno le sucediera. En forma de hombre.

Y sucedió realmente.

Fue a un bar a comprar una botella de agua. El dueño era un guapo portugués a quien le encantaron los modales discretos de Clara. No quiso que ella pagara el agua. Ella se sonrojó.

Pero volvió al día siguiente para comprar cocada. Tampoco pagó. El portugués, cuyo nombre era Antonio, se armó de valor y la invitó a ir al cine con él. Ella se rehusó.

Al día siguiente volvió para tomar un cafecito. Antonio le prometió que no la tocaría si iban al cine juntos. Aceptó.

Fueron a ver una película y no pusieron la más mínima atención. Durante la película estaban tomados de la mano.

Empezaron a encontrarse para dar largos paseos. Ella con sus cabellos negros. Él, de traje y corbata.

Entonces una noche él le dijo:

-Soy rico, el bar deja bastante dinero para podernos casar ¿Quieres?

-Sí -le respondió grave.

Se casaron por la iglesia y por lo civil. En la iglesia el que los casó fue el padre, quien le había dicho que era mejor casarse que arder. Pasaron la luna de miel en Lisboa. Antonio dejó el bar en manos del hermano.

Ella regresó embarazada, satisfecha y alegre.

Tuvieron cuatro hijos, todos hombres, todos con mucho cabello.

Clarice Lispector





Otra versión de Proteo

Habitador de arenas recelosas,
mitad dios y mitad bestia marina,
ignoró la memoria, que se inclina
sobre el ayer y las perdidas cosas.

Otro tormento padeció Proteo
no menos cruel, saber lo que ya encierra
el porvenir: la puerta que se cierra
para siempre, el troyano y el aqueo.

Atrapado, asumía la inasible
forma del huracán o de la hoguera
o del tigre de oro o la pantera

o de agua que en el agua es invisible.
Tú también estás hecho de inconstantes
ayeres y mañanas. Mientras, antes…


Jorge Luis Borges


jueves, 15 de septiembre de 2011


Sueño con caballos negros
Corriendo bravos, no conocen dueño.
Sueño con tu espalda ancha
El lazo vuela inmovilizando en seco la carrera.
Sueño con tu mano fuerte
Aprieta violenta entre voces ancestrales y tiránicas.
Sueño un tiempo presente
Como si no hubiese transcurrido.
Sueño tu sonrisa ancha, orgullosa
Viste, decís, es mansito.
Sueño con un caballo negro
Los ojos sin brillo, el freno en su boca, la cincha ajustada.
Sueño la hoja brillante de tu cuchillo
En mi mano sobrando el metal.
Sueño tu vientre firme
Tan tierno al abrirlo de lado a lado.
Sueño tus ojos alucinados
Tu fuerza se pierde en un río bermejo.
Sueño un caballo liberado
Vamos, le digo, vuela.
Sueño la negra cabeza
Baja despacio, saborea el pasto fresco.
Sueño tu cuerpo torcido, mi mano manchada, la bravura apagada.

Me pasa que algunas veces, sueño.


domingo, 10 de julio de 2011

VITAE…

Espero el amor vampírico, el amor más allá de este mundo, más allá de la rosa y el poema en la tarjeta.
Me niego a guardar flores de lavanda en los libros.
Cuando llegue el otro amor, no lo recibiré.
Me quedaré muy quieta esperando que pase y aspiraré violentamente su aroma.
Después, en la soledad de mi interior oscuro, lloraré amargamente.
Estoy poseída por la búsqueda de extraños amores.
Ni siquiera parpadeo, tengo miedo de perder ese instante en el cual, el objeto de mi incesante búsqueda se presente.
La soledad pasivamente me acompaña, me da la mano cuando bajo empinadas escaleras, me palmea suavemente la espalda cuando agacho la cabeza y se acuesta a mi lado en las largas noches sin luna.
Las palabras dulces llegan a mis oídos y mi boca responde con una mueca de sonrisa.
No me importa la verdad, la comunión y la necesidad.
Solo quiero tiempo y lugar, para esperar.
Mi amor llegará un día y mi cuello estará listo.


lunes, 4 de julio de 2011

ALEJANDRÍA


Vivo en una casa infinita.
Las habitaciones confluyen en un patio hexagonal de baldosas cubiertas con intrincados arabescos y grandes flores naranjas. Durante el día, se llena de luz y por las noches lo habitan exóticas sombras.
Mi madre dice, que todas las casas son infinitas.
Conozco cada tabla lustrada del piso. Se cuales crujen quejosas de tanto pisarlas. En los altos techos, se extienden largos y pesados listones de hojas que se unen en los vértices con un abalorio circular.
Mi madre teje.
Teje cosas que nadie usa. También desteje y vuelve a tejer.
Las túnicas, flotan alrededor de mi madre, etéreas y perfumadas al atravesar el patio. Cerrando y abriendo puertas. Desapareciendo y volviendo a aparecer. Cargando madejas de hilos multicolores como si se tratara de joyas.
Se equivocan cuando dicen que somos raras.
Es cierto que no salimos mucho y que tampoco recibimos visitas, pero también es cierto que nuestra casa está lista para recibir a quien quiera venir, por un rato, por un tiempo o para siempre.
Para siempre, es solo una forma de decir.
El calor es intenso. La biblioteca, un oasis fresco y ventilado. Allí paso la tarde y todas las tardes. Los estantes abarrotados de libros cubren las paredes. En las sillas antiguas hay pilas de tejidos de mamá, prolijamente doblados.
Desde mi gastado sillón de gobelino, con las piernas medio amontonadas a un costado, espío a las personas que pasan por la calle. Una angosta y alta ventana, me muestra personas fragmentadas por las rejas. Caminan como en cámara lenta, envueltas en la densidad del verano. Secándose la frente, resoplando, casi arrastrándose.
No puedo asegurar cuantos libros llevo leídos. No sigo ningún orden y los guardo en cualquier lado, así que cada tanto tropiezo con el mismo. Como hoy.
Abandono la ventana y vuelvo a la lectura:
“... De inmediato, los cómplices de Tifón fueron a cerrar el cofre, unos cerraron la tapa, y otros la sellaron con plomo fundido.…”
Mi mano descansa sobre la página amarillenta. Cierro los ojos. Con el dedo índice acaricio las letras negras. Puedo sentir la arena ardiente en la zona de El Fayum, cerca del viejo Nilo. Mis sandalias de cuero se hunden en el movedizo suelo. Sobre el rostro, el viento del desierto, caliente y voluptuoso. Rozando mi piel, la túnica de lino blanco. Sentado, misterioso, inmutable, el Gato Sagrado.
Como quien vuelve, abro los ojos. En el alféizar lo veo, un gran gato barcino lame, parsimoniosamente, una de sus patas.
Despacio, por miedo a espantarlo, camino hacia a la ventana. Desde la calle el viento, trae olor a lluvia.
Tengo el impulso incontrolable de levantarlo y sentir el latir de su corazón.
Con sus ojos de fuego, me mira torciendo levemente la cabeza. Los bigotes le brillan, como si fueran de plata.
Lo alzo con cuidado y siento en mi mano la vida bajo su piel.
Lo llame Maguito.
Llueve torrencialmente.
Las tardes lluviosas me transmiten energía. Mi cuerpo almacena la carga eléctrica de los cielos.
Maguito gusta de la lectura tanto como yo. Sentado en mi falda, espía el libro. El enorme y colorado gato, mira absorto la página y es legítimo asegurar que está siguiendo la historia con total encanto.
“…El gato representa a la luna, debido a su variado pelaje, a su actividad nocturna y a su fertilidad.…”
Dejo, por un rato, el libro abierto sobre mi falda. Maguito apoya su cabecita sobre la hoja y dormita. Por la ventana más pequeña, que da al patio central, mis ojos se detienen en una puerta Azul profundo.
Esa puerta, desde que tengo uso de razón, siempre estuvo cerrada.
A la hora de la cena le pregunté a mi madre, donde podría estar la llave de ese cuarto.
Para mi asombro, ella también desconocía su interior. Buscamos llaves perdidas en los cajones. Las probamos una tras otra. Ninguna funcionó.
Este verano, además de extremadamente caluroso, trajo abundantes lluvias. Leo casi todas la tardes, recostada en el sillón, disfrutando del té helado que prepara mi madre.
…”este animal pare la primera vez una cría, luego dos, tres, cuatro, cinco y así va engendrando hasta siete, de tal forma que, finalmente, todos suman veintiocho, el número de los días de la luna.…”
Continuaba leyendo, repetidamente a Plutarco, junto a Maguito. Ya había olvidado las llaves y hasta mi interés por ese cuarto cerrado, cuando saltó de mi falda. Lo ví correr y trepar por una pila de tejidos. Todas las prendas se desmoronaron. Se quedó olisqueando aquí y allá, amasando con sus patas.
Me levanté para acomodar el desastre antes de que mamá lo viera. Entre chalecos, mañanitas y otras cosas, tropecé con algo frío y metálico. Una antigua llave dorada.
En cuanto tuve la llave en la palma de mi mano, supe a que puerta correspondía.
Miré a Maguito. De alguna forma sonreímos juntos.
Corrí y abrí la misteriosa puerta. Asome la cabeza. No se veía nada. Miré al gato y me hice a un lado para dejarlo investigar. Él, con su andar felino, dio media vuelta y se perdió entre las plantas del patio.
Jamás entró.
Atravesé el umbral y la oscuridad me envolvió. Encendí las luces. Tristes gotas de luminosidad, salpicaron el lugar. Pude apreciar las dimensiones de la habitación. Me pareció demasiado grande para no tener ventanas.
Bajo una capa de olvido, las paredes azules con marcos blancos lo hacen muy atractivo.
El cuarto no tiene muebles, solo un retrato al óleo, con marco dorado.
Busque a mamá para que me ayude a limpiar. Terminamos al anochecer y nos paramos a mirar con detenimiento el cuadro.
El hombre de bigotes negros con oscuras ropas bizantinas nos mira directo a los ojos. 
Está parado al costado de un sillón de gobelino antiguo. Sobre los arabescos de flores azules de lino, dormita un enorme gato colorado. Al otro costado, la imagen de una niña. Viste una túnica blanca y sandalias de cuero. Su mirada perdida, me llena de tristeza.

El golpe de la puerta al cerrarse, me sobresalta.
Tratamos de abrirla. Esta trabada o quizás, cerrada con llave.
Con la espalda pegada a la puerta, pienso en el número de los días de la luna.
Del otro lado, más allá, en el patio con sus baldosas mojadas, camina delicadamente un gato de pupilas dilatadas. Va en busca de mi viejo sillón, para dormir y tal vez soñar con las lejanas tierras de Alejandría.






martes, 28 de junio de 2011

MARZO ESCRITO EN OCTUBRE

Mi nombre es Verónica y nací en Marzo.
Marzo me aleja del recuerdo áspero y agradable,
de la arena mojada en la planta de los pies.
Marzo me aleja de ese mar que amo.
Marzo le roba a mi piel el color del sol.
Marzo tiene la potestad de quitarme el verde
que tanto me tranquiliza.
Mi nombre es Verónica y nací en Marzo,
como regalo de cumpleaños, recibí Octubre.
Octubre me trajo los brotes verdes en los árboles.
Las flores azules del Jacarandá.
La esperanza de volver a andar las huellas
que deje perdidas en la arena.
Mi nombre es Verónica y renací en Octubre.


jueves, 23 de junio de 2011


Hefestión Amintoros (nacido ca. 356 a. C. - muerto en otoño de 324 a. C.)
(Bueno, puedo elegir al Hefestión que se me cante y este me gusta, je)

miércoles, 8 de junio de 2011

Orbicular



Cada piedra bajo mis botas, es una sensación conocida.
Camino en la fría y neblinosa noche con la mirada fija al frente.
El sombrero, se inclina nervioso en mi cabeza, azotado por ráfagas de viento helado.
La majestuosa arcada de piedra, parece moverse contra la corriente de nubes pesadas y grises, que ocultan el cielo nocturno.
Sé el contenido de los bolsillos de mi abrigo.
En el derecho, aprieto con fuerza el frío metálico de una pistola.
En el izquierdo, aferro una gastada libreta con tapas de cuero.
En mi pecho, el sentimiento más odiado, oculto. El miedo.
Cruzo la arcada. El opresivo círculo de piedra gris. Un muro sin fin. Una sola entrada rodea la imponente abadía.
La puerta de madera negra, intimidante.
Suelto por un momento la libreta con los secretos no revelados. Mi mano desnuda aferra el pesado llamador de hierro. Golpeo dos veces.
La puerta se abre sin hacer ruido, lentamente.
Entro al enorme salón.
En mi nariz, el olor pútrido, desconocidas hojas acumuladas por décadas en el piso.
Pesadas arañas, llenas de sucios caireles, iluminan el espacio.
Me detengo en el centro de la enorme estancia.
Tinieblas espesas, malolientes, vivas me rodean.
Siento la vida en ellas. Algo maligno flota en todas partes.
Una enorme escalera de mármol blanco, nítida, única, solitaria.
En el quinto escalón, un ser de edad indefinida.
Parece un niño, pero es un viejo, mas por maldad que por edad. Viste un traje demasiado grande para su consumido cuerpo.
Sonríe. De su boca llena de dientes puntiagudos, una voz potente me saluda.
-Buenas Noches.
El eco del saludo rebota contra paredes que no puedo ver.
Con la seguridad más absoluta que puedo darle a mi voz, hago la pregunta.
-¿Donde está Anubis?
Con una exagerada reverencia, señala la parte alta de la escalera.
-Por aquí…
Sube los escalones a una velocidad impropia.
La luz lo sigue y me aterroriza quedar envuelta en las tinieblas.
Tengo que correr tras el.
El pecho me revienta por el esfuerzo, quiero hablar, pedirle que me espere.
El no mira hacia atrás.
Las tinieblas muerden mis talones.
Corro por la escalera, más y más desesperada.
Sus pies, precisos y lejanos me dejan abandonada.
Me doblo sobre mi misma, jadeando, tosiendo, sintiendo como la oscuridad comienza a devorarme.
La escalera es interminable.
Me enderezo con los ojos muy abiertos.
Un soplo de aire nocturno despeja mi mente.
Camino.
Cada piedra bajo mis botas, es una sensación conocida.



domingo, 5 de junio de 2011

La escritura del Dios - Jorge Luis Borges

Un resplandor me despertó.


Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; el hombre es a la larga , sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa, a la dura prisión. Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar, ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo. El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada, o en los círculos de una rosa.

¡Oh dicha de entender más que de entender , mayor que la de imaginar o sentir!

Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales desdichas o desventuras, aunque ese hombre sea el. Ese hombre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie. Por eso no pronunció la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.

viernes, 20 de mayo de 2011

"El zapallo que se hizo cosmos" (Cuento del Crecimiento)

Érase un Zapallo creciendo solitario en ricas tierras del Chaco. Favorecido por una zona excepcional que le daba de todo, criado con libertad y sin la luz solar en condiciones óptimas, como una verdadera esperanza de la Vida. Su historia íntima nos cuenta que iba alimentándose a expensas de las plantas más débiles de su contorno, darwinianamente; siento tener que decirlo, haciéndolo antipático. Pero la historia externa es la que nos interesa, ésa que solo podrían relatar los azorados habitantes del Chaco que iban a verse envueltos en la pulpa zapallar, absorbidos por sus poderosas raíces.
La primera noticia que se tuvo de su existencia fue la de los sonoros crujidos del simple natural crecimiento. Los primeros colonos que lo vieron habrían de espantarse, pues ya entonces pesaría varias toneladas y aumentaba de volumen instante a instante. Ya media legua de diámetro cuando llegaron los primeros hacheros mandados por las autoridades para seccionarle el tronco, ya de doscientos metros de circunferencia; los obreros desistían más que por la fatiga de la labor por los ruidos espeluznantes de ciertos movimientos de equilibración, impuestos por la inestabilidad de su volumen que crecía por saltos.
Cundía el pavor. Es imposible ahora aproximársele porque se hace el vacío en su entorno, mientras las raíces imposibles de cortar siguen creciendo. En la desesperación de vérselo venir encima, se piensa en sujetarlo con cables. En vano. Comienza a divisarse desde Montevideo, desde donde se divisa pronto lo irregular nuestro, como nosotros desde aquí observamos lo inestable de Europa. Ya se apresta a sorberse el Río de la Plata.
Como no hay tiempo de reunir una conferencia panamericana –Ginebra y las chancillerías europeas están advertidas- cada uno discurre y propone lo eficaz. ¿Lucha, conciliación, suscitación de un sentimiento piadoso en el Zapallo, súplica, armisticio? Se piensa en hacer crecer otro Zapallo en el Japón, mimándolo para apresurar al máximo su prosperidad, hasta que se encuentren y se entredestruyan, sin que, empero, ninguno sobrezapalle al otro. ¿Y el ejército?
Opiniones de los científicos; qué pensaron los niños, encantados seguramente; emociones de las señoras; indignación de un procurador; entusiasmo de un agrimensor y de un toma-medidas de sastrería; indumentaria para el Zapallo; una cocinera que se le planta delante y lo examina, retirándose una legua por día; un serrucho que siente su nada; ¿y Einstein?; frente a la facultad de medicina alguien que insinúa: ¿Purgarlo? Todas estas primeras chanzas habían cesado. Llegaba demasiado urgente el momento en que lo que más convenía era mudarse adentro. Bastante ridículo y humillante es el meterse en él con precipitación, aunque se olvide el reloj o el sombrero en alguna parte y apagando previamente el cigarrillo, porque ya no va quedando mundo fuera del Zapallo.
A medida que crece es más rápido su ritmo de dilatación; no bien es una cosa ya es otra: no ha alcanzado la figura de un buque que ya parece una isla. Sus poros ya tienen cinco metros de diámetro, ya veinte, ya cincuenta. Parece presentir que todavía el Cosmos podría producir un cataclismo para perderlo, un maremoto o una hendidura de América. ¿No preferirá, por amor propio, estallar, astillarse, antes de ser metido dentro de un Zapallo? Para verlo crecer volamos en avión; es una cordillera flotando sobre el mar. Los hombres son absorbidos como moscas; los coreanos, en la antípoda, se santiguan y saben que su suerte es cuestión de horas.
El Cosmos desata, en el paroxismo, el combate final. Despeña formidables tempestades, radiaciones insospechadas, temblores de tierra, quizás reservados desde u origen por si tuviera que luchar con otro mundo.
“¡Cuidaos de toda célula que ande cerca de vosotros! ¡Basta que una de ellas encuentre su todo-comodidad de vivir!” ¿Por qué no se nos advirtió? El alma de cada célula dice despacito: “yo quiero apoderarme de todo el ‘stock’, de toda la ‘existencia en plaza’ de Materia, llenar el espacio y, tal vez, con espacios siderales; yo puedo ser el Individuo-Universo, la Persona Inmortal del Mundo, el latido único”. Nosotros no la escuchamos ¡y nos hallamos en la inminencia de un Mundo de Zapallo, con los hombres, las ciudades y las almas dentro!
¿Qué puede herirlo ya? Es cuestión de que el Zapallo se sirva sus últimos apetitos, para su sosiego final. Apenas le falta Australia y Polinesia.
Perros que no vivían más de quince años, zapallos que apenas resistian uno y hombres que rara vez llegaban a los cien… ¡Así es la sorpresa! Decíamos: es un monstruo que no puede durar. Y aquí nos tenéis adentro. ¿Nacer y morir para nacer y morir? Se habrá dicho el Zapallo: ¡oh, ya no! El escorpión, que cuando se pica a sí mismo y se aniquila, parte al instante al depósito de la vida escorpiónica para su nueva esperanza de perduración; se envenena sólo para que le den vida nueva. ¿Por qué no configurar el Escorpión, el Pino, la Lombriz, el Hombre, la Cigüeña, el Ruiseñor la Hiedra, inmortales? Y por sobre todos el Zapallo, Personación del Cosmos; con los jugadores de póker viendo tranquilamente y alternando los enamorados, todo en el espacio diáfano y unitario del Zapallo.
Practicamos sinceramente la Metafísica Cucurbitácea. Nos convencimos de que, dada la relatividad de las magnitudes todas, nadie de nosotros sabrá nunca si vive o no dentro de un zapallo y hasta dentro de un ataúd y si no seremos células del Plasma Inmortal. Tenía que suceder: Totalidad todo Interna. Limitada, Inmóvil (sin Traslación), sin Relación, por ello Sin Muerte.
Parece que en estos últimos momentos, según coincidencia de signos, el Zapallo se alista para conquistar no ya la pobre Tierra, sino la Creación. Al parecer, prepara su desafío contra la Vía Láctea. Días más, y el Zapallo será el Ser, la Realidad y su Cáscara.
(El Zapallo me ha permitido que para vosotros –queridos cofrades de la Zapallería- yo escriba mal y pobre su leyenda e historia.
Vivimos en ese mundo que todos sabíamos pero todo en cáscara ahora, con relaciones solo internas y, sí, sin muerte.
Esto es mejor que antes.)


Macedonio Fernández (1874-1952)




El, pasos lentos, infinitos.
Ella, distrae oscuros ojos, en algo vano.
Un pájaro preso tras barrotes dorados.
Una pintura, perdida en los dibujos del empapelado.
El, invadido por miedos absurdos, percibe el crujir de sus zapatos.
Ella, sostiene su mentón con fina y lánguida mano.
Sus piernas cruzadas, sin cruzarse.
Sus rodillas cubiertas, no dejan adivinar.

El, manos sudadas, guardianas.
Pequeña caja azul de terciopelo.
Encierra muda, antigua piedra.
El, ofrece una sonrisa y entrega su alma.
Ella, erguida, se tuerce y rie.