sábado, 22 de diciembre de 2012


El Deber de Albano


No tiene miedo. El miedo es un sentimiento de estúpidos. Para seres impares como el, no existen esas sensaciones. Camina las calles solitarias de la madrugada con los ojos abiertos y las terminaciones nerviosas al colmo de la sensibilidad. Un silencio cargado de sonidos que trae el viento es todo lo que puede percibir. Mira sobre su hombro un instante antes de meterse en su oscuro escondrijo. El cancel derruido, que alguna vez fue la entrada de una importante casa, ahora no es más que paredes sostenidas por el milagro. Adopta la posición de siempre, erguido con la espalda pegada a la piedra sucia y la respiración controlada al máximo.
Pasos apagados se acercan. Tacos de mujer algo apurada, no mucho. Puede decirse que son pisadas temerosas, pero él no lo siente. Escucha y sonríe. La maldita no está en su casa a esas horas impropias. Las buenas chicas no caminan por calles tenebrosas, no andan repicando tacos, mostrándose sin pudores. Las buenas chicas están en sus habitaciones, metidas en sus camas, con sus camisones de algodón. Los pasos cada vez más cercanos, la sonrisa cada vez más grande, las pupilas cada vez más dilatadas.
Salta sobre su presa con maestría. Una mano en el cuello y la otra directo al pelo. En una fracción de segundo, la infeliz, tiene la cabeza tan doblada hacia atrás que los tendones del cuello están al punto de romperse. Le suelta el cuello y la golpea con brutalidad en la garganta. Un golpe ensayado y practicado miles de veces. Se desvanece, pierde toda su fuerza al instante, como una muñeca rota cuelga del mechón de pelo que sostiene en su mano. La oscuridad cubre su cara. No necesita verla, sabe que es mala y los rostros de la maldad son sombríos como la noche.
Camina decidido por la hierba alta y seca. A su espalda el cuerpo hace un ligero ruido mientras lo arrastra. Piensa en lo liviana que es ahora que perdió su descaro, ahora que descansa tranquila, como debió estar haciendo en su cama, con un sueño cargado de imágenes alegres, paseos por la playa, visitas a sus tías, comidas en el campo. Se siente bien. Siempre se siente bien cuando cumple con el deber de limpiar el mundo de impías. Un campanilleo adormecido lo para en seco. Agudiza su oído y espera. Solo el viento, se dice. Vuelve a avanzar, pero esta vez mas despacio. Casi al borde del profundo pozo donde termina sus tareas nocturnas, vuelve a percibir el sonido de campañillas. El apuro lo trastorna, alguien viene o tal vez hay alguien más en ese lugar. Se da vuelta y levanta el cuerpo en un solo movimiento. Lo arroja al profundo y negro pozo esperando captar el eco del golpe en el agua. En ese preciso instante vuelve a sentir las campañillas, perfectas, sonoras, limpias, musicales. Se apagan en la profundidad del pozo y todo queda sumido en la noche negra.
La silenciosa y quieta casa lo recibe como siempre. Por primera vez desde que inicio sus limpiezas nocturnas vuelve con una sensación desagradable. Camina despacio para no hacer ruido. En el baño se saca toda la ropa y la tira en el cesto para lavar. Se enjabona las manos, la cabeza completa, el cuello, los brazos, fregándose con desesperación. Cuando termina de lavarse se siente un poco mejor. De todas formas, el sonido de esas campañillas, sigue en su cabeza. Las escuchó antes, está seguro, pero también está confundido, cansado. Se pone el pijama y mira su rostro en el espejo medio empañado. Lo mejor es dormir. Con la luz del sol, todo estará claro y las campañillas habrán desaparecido para siempre.
-¡Albano! ¿Dónde está Bea? –Tina le grita con la cara casi pegada a la suya. Todavía dormido no puede entender la desesperación de su hermana menor. Se incorpora despacio en la cama y la mira con los ojos embotados.
-¿Me escuchas? ¿Dónde esta Bea? –Vuelve a preguntar angustiada –Anoche salió atrás tuyo, quería saber que haces por las noches, cuando te escapas. Me dormí esperando y ahora no está en la casa. 
El brillante sol de la mañana invade la pieza. Tina llora y pregunta a los gritos por la hermana mayor. El también llora. Las campañillas repican en su cabeza, como todas las mañanas cuando Bea le trae el desayuno y camina diligente haciendo sonar su pulsera de plata.





viernes, 21 de diciembre de 2012

21-12-2012



No conocía el miedo. Me creía inmortal. Mucho tuvo que ver el haber crecido rodeada de muerte. Difícil ser joven en esos días. Difícil ser joven y diferente. Pero no lo podía evitar. Si todos escuchaban a los Beatles yo enloquecía por los Stones. Si todos leían Juan Salvador Gaviota yo leía Hojas de hierba. Si todos cantaban Rasguña las piedras yo cantaba Gente que no. Los adocenados me aburrieron siempre, me adormecían. Nunca vas a llegar a ningún lado con esa actitud, me decían. Porque usas el pelo así, me decían. Porque te pones esa ropa, me decían. Porque perdes el tiempo en vez de estudiar una carrera, me decían. Como hacerles entender. Ni me molestaba. En eso estaba cuando me enamore de unos tipos con caras raras y pantalones ajustados. Sonidos nuevos, estética nunca vista. Música amable y poesía transgresora. El día que escuché por la radio Me fascina la parrilla, salí de raje a comprar el casete, ahí descubrí que había un casete anterior. Los compré a los dos y no paré de escucharlos. Fue amor. Los ví en muchos recitales, esperé por horas en la puerta de canal 13 para verlos de cerquita. Compraba sus discos en cuanto salían. Él estaba siempre ahí, con sus ojos brillantes y transparentes. Siempre ahí, adelante, con su baile, su sonrisa, su manejo exacto del escenario. Yo flotaba, no me importaba nada. Cuando lo ví sentado en Obras, cantando Transeúnte sin identidad, lloré sin consuelo, sentí que se despedía, sentí que la fragilidad que sostuve unos días antes al tomarlo del brazo, no era buena señal, sentí que una parte de mi vida se cerraba para siempre y no me equivoque. El 21 de diciembre de 1988 me levanté, como todos los días y fui al trabajo. Tenía 23 años y un extraño cansancio en el alma. Me senté en mi escritorio donde me esperaba un trabajo monótono. Una compañera corrió para decirme compungida, cuanto lo sentía. La miré sin entender. Había muerto Federico Moura.

M.V.M.




lunes, 22 de octubre de 2012


Un ingles en Buenos Aires


-¿Preparo unos mates? Se puso fría la tarde.

-¿Tenés té?

-¿Té?

-Si, té en hebras sería ideal.

-¿Te en hebras? No me hagas reír, debo tener algunos saquitos y solo porque cuando me resfrío tomo té con limón, pero la verdad me resulta asqueroso.

-¿Te conté que mi padre era hijo de ingleses?

-Si, me contaste.

-Era alto y flaco. Caminaba derecho con la mirada al frente, como si abajo, arriba o a los costados no hubiera nada interesante que ver. Yo lo miraba mucho. Ahora, de grande me doy cuenta. Estuve gran parte de mi niñez mirando para arriba, observando a mi padre.

-¿Y a que vienen esos recuerdos ahora?

-No se.

-Pero algo te tiene que haber traído su recuerdo.

-Puede ser. ¿Sabes? Cuando yo me afeito y estoy ahí concentrado frente al espejo semi empañado del baño, de repente veo mis ojos. Pero no mis ojos. Son los ojos de mi padre. Negros, tan negros que no se distingue la pupila. Tengo los ojos de mi padre. Las pestañas cortas, el rasgado raro, las cejas en línea oblicua que endurecen mi expresión, como si siempre estuviera enojado, hasta cuando me rio. Heredé sus ojos y su mentón. Lo demás lo heredé de mi madre. Soy bajo para ser hombre, podría haber heredado un poco de altura también, pero no. Además tiendo a engordar, eso también es de mamá como el pelo oscuro, enrulado y la nariz un tanto grande.

-Creo que tus ojos son normales y me doy perfecta cuenta cuando estas enojado o feliz, mas allá de tus cejas, que por cierto tenés razón, tienen un trazado poco común.

-Bueno, entonces, aunque haya muerto hace tantos años, conoces sus ojos, eran así como los míos. A los ocho años más o menos nos mudamos de Córdoba para Buenos Aires. Fuimos  a vivir a una casa en Villa Urquiza. Tenía un jardín en la entrada, no era un jardín para ser exactos, era esas entradas de antes, cuando las rejas y el miedo no lo invadían todo, con canteros a los costados donde mi madre se empecinaba en plantar plantas con flores. Papá quería poner arbustos o lo que llamaba plantas resistentes, pero mamá no quería saber nada e insistía con los pensamientos, alegría del hogar, creo que las llamaban así, eran unas flores chiquitas y de colores. Se morían rápido y volvía a empezar mientras mi padre la miraba moviendo la cabeza como diciendo que testaruda esta mujer. La verdad que no se llevaban muy bien. No digo que pelearan, por el contrario, se hablaban poco o yo presencie pocas palabras entre ellos, vaya uno a saber. ¿Viste que cuando somos chicos percibimos las cosas con  un sentido que desparece al crecer?

-Si, es cierto, aunque nunca me detuve a pensarlo demasiado. ¿Querés mate o no?

-Mi papá se paraba en la entrada de ese jardín y yo en la entrada de la casa. Lo miraba, así parado de espaldas a mi, su cuerpo largo, delgado, los hombros rectos. A los cuarenta años le quedaba muy poco de su pelo castaño claro y finito. Pensando esto fue bueno heredar el pelo de mamá, voy a cumplir cincuenta y todavía tengo rulos para peinar. Era raro verlo parado ahí, inmóvil. Ahora creo que pensaba en la Inglaterra de sus padres ya fallecidos. Acá en Argentina no tenía parientes. La única persona que llevaba su sangre era yo. El resto de la familia era política, mis abuelos maternos, que para ese entonces ya habían muerto y el único hermano de mi madre, el tío Félix. Pero vivía en Córdoba.

-¡Claro, la casa donde fuimos el verano pasado! Me contaste lo quilombos que hacías de chico en esa casa.

-Si. Todos mis veraneos eran en Córdoba. ¿Raro no?

-¿Veranear en Córdoba? ¿Que tiene de raro?

-No eso no, que todos seamos cordobeses, casi por casualidad. Bueno mamá no, pero papá y yo si.

-No entiendo ¿porque por casualidad?

-Mi abuelo paterno era ejecutivo en una importante empresa de tejidos en Inglaterra. Lo destinaron a Venezuela durante cinco años y se estableció en Caracas recién casado con mi abuela. Cuando estaba todo listo para volver a su país decidieron tener su primer hijo, pero las cosas muchas veces no se dan como uno las piensa. Un mes antes de retornar y cuando el embarazo cumplía el cuarto mes, le informaron que tenía que venir para la sucursal de Argentina. Mi abuela casi pierde el embarazo por el disgusto. Buenos Aires no le gustaba y terminó enfermándose. Por lo que pude saber fue más tristeza que un mal físico. Viajaron a Córdoba para descansar y mi abuela se puso mucho mejor, así que compraron una casa y ella no quiso volver a la ciudad. Mi abuelo iba y venia todo el tiempo. Papá nació en Córdoba y mientras crecía, viajo en muchas oportunidades a Inglaterra, hasta vivió en Londres por períodos bastante largos de tiempo, pero siempre volvía y en una de esas vueltas, cuando ya estaba recibido de ingeniero, conoció a mi madre. Era casi diez años más joven que él y tan distinta. Supongo que algo los unió, algo que siempre voy a ignorar los enamoró a uno del otro. No sé.

-El amor no tiene por qué ser de una forma determinada. Se habla y se escribe mucho al respecto, pero la verdad es que nadie puede andar dando catedras. Hay parejas desparejas por todas partes.

-Eso es cierto. La cuestión es que se casaron y yo terminé naciendo también en Córdoba. Por eso digo que somos cordobeses, medio de casualidad.

-Ahora comprendo. Es extraño, hace más de un año que nos conocemos y nunca me habías contado tantas cosas sobre tu vida. Por lo menos no con tantos detalles. Estás raro esta tarde. ¿Qué miras tanto por la ventana?

-Amo Buenos Aires. No entiendo como no le gustaba a mi abuela. Creo que a mi madre tampoco. Pero a mi padre si. Le gustaban sobre todo los días como hoy, grises, nublados y lluviosos. Tomaba té sentado frente a la ventana en el sillón donde murió de repente, sin estar enfermo, a los cuarenta y cuatro años. Todavía puedo ver con detalle la taza de te rota en el suelo y la mancha oscura que dejó el liquido.



martes, 31 de julio de 2012




Vibrando por Buenos Aires


Un enjambre de hambrientos de tiempo, devoradores de pasos que no se detienen, están agolpados a mí alrededor dejándome sin aire. Miran hacia un lado y hacia el otro como si ese movimiento fuera la conjura de algún extraño hechizo que cambie el carmesí del semáforo.
En el lado norte, hacia el lado sur, estoy parada rogando avanzar y liberarme del gentío. El semáforo dice verde. Mi primer paso es el comienzo del cruce. Me adelanto y gano terreno en una huida cobarde. No sé que gano. El tiempo no es mi alimento.
Lo veo. El sol pega pleno sobre su ropa negra y ahí se queda imposibilitado de reflejarse. Sus ojos están escondidos tras anteojos oscuros, pero yo los conozco, azabaches encendidos y profundos. Pierdo el terreno ganado en el apuro, quedando clavada en el asfalto recalentado del mediodía. Él, avanza de sur a norte en línea recta hacia mí. Cierro los ojos y ruego que desvíe su camino unos centímetros, pase a mi lado y desaparezca. Mi nariz percibe el perfume, ese perfume. Despego los parpados, sabiendo lo que voy a ver.
Estará parado delante de mí. Estará mirándome tras sus lentes oscuros. Estará sonriendo de costado. Estará y yo me haré aire, luz de sol muriendo en el negro de su ropa.
Parados, uno frente al otro, sin palabras mediante, lo veo levantar sus manos y ponerlas alrededor de mi cuello. Acerca su rostro, mucho. La amable rudeza de su barba apenas crecida, el perfume lo invade todo. Besa mi mejilla. Sin poder evitarlo, vibro. Todo mi cuerpo de aire, vibra. Mis labios no besan. Se abren y pronuncian las palabras sagradas: “Te quiero”.
La aguda. La cruel bocina es seguida de un insulto poco original. El tipo me mira iracundo con medio cuerpo fuera del auto. Sorteo los vehículos que piadosos se detienen a cambio de no pisarme. Una mujer de severo traje sastre y collar de perlas me mira con lástima cuando finalmente gano la otra vereda, la vereda sur. Camino hasta la pared, apoyo la espalda y espero volver a ser.






domingo, 15 de julio de 2012

Walking around







Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
Navegando en un agua de origen y ceniza. 
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias. 





Pablo Neruda




"No es justo que a un adicto a la piel le duela el alma..."


El calador de acero


A los doce años Horacio se despertó en mitad de la noche con la clara imagen de una hermosa maquina reluciente en su cabeza.
Hijo único y tardío de un humilde matrimonio que murió en un accidente de auto cuando tenía diez años, quedó a cargo de su único pariente. Un tío solterón, hermano de su madre y lleno de manías que lo cuido bien pero nunca se intereso mucho por sus cosas. Estas vivencias hicieron de Horacio un chico callado y solitario que se pasaba gran parte de su tiempo soñando. Terminó la primaria con buenas notas y empezó a trabajar como ayudante en el taller de Don Mariano. Con el correr de los años aprendió muchas cosas sobre mecánica, electrónica y armado de maquinarias. Poco a poco fue perfeccionando su invento soñado seguro de que sería una herramienta imprescindible. Dibujó infinitos planos que se iban sucediendo y cambiando, tomó notas en muchos cuadernos de tapa dura que guardaba ordenados por fecha en una caja de madera que el mismo construyó, lustró y pintó en su tapa con grandes letras doradas “Calador de Acero”.
Al cumplir dieciocho años su tío falleció y Don Mariano que le había tomado cariño, lo dejo mudarse a una pequeña pieza arriba del taller de reparaciones. Nada que pase por sus manos queda sin ser arreglado o convertirse en otra cosa de uso práctico. Siempre se lo siente martillando, puliendo, lijando y al final del día emerge sonriente, totalmente sucio y con algún artefacto de su invención en las manos. Pero ciertamente el calador de acero, como él lo llama, es su sueño maestro.
Juana, como muchas otras chicas de pueblo, estudió corte y confección en la academia de la sociedad de fomento. Las revistas de moda que llegaban de la capital alimentaban su imaginación. Podía pasarse la tarde sentada en la vieja silla de mimbre del patio de la casa paterna con una pierna colgando del apoyabrazos. La balanceaba distraída con un lápiz en la boca y el bloc de hojas cansón sobre su falda. Dibujaba incansable los modelos que algún día formarían parte de su exclusiva colección.
Una tarde de verano en la que no habia mucho que hacer los encontró paseando por la plaza principal. Ella charlando con sus amigas y el solo, como siempre, mirando el piso en busca de una piedra que patear.
El amor nació entre ellos en cuanto se vieron. Empezaron a encontrarse los domingos como al descuido y sin hacer verdaderas citas. Conversaban durante horas y muchas veces Juana salía disparada para su casa porque se le pasaba el horario que su madre le imponía para estar devuelta. Horacio se marchaba con el recuerdo de su sonrisa y un sentimiento de tristeza por tener que esperar hasta el próximo encuentro para volver a verla.
Unos meses después en que estos encuentros se habían sucedido entre la ansiedad de verse y la desazón de separarse, Horacio se animó a mostrarle sus atesorados dibujos del calador de acero. Juana quedó deslumbrada y escuchó con absoluta atención lo que Horacio le contaba. No entendía mucho sobre tecnicismos, pero no le importaba, lo miraba fascinada viendo como su expresión cambiaba cada vez que nombraba el artefacto.
Desoyendo todos los consejos de la familia de Juana para que esperen un tiempo y se conozcan mejor, los jóvenes decidieron casarse. Un año después del primer encuentro, el diez de enero a las once de la mañana, una hermosa novia entró en la humilde capilla del pueblo.
Juana diseño y cosió su vestido blanco. Un modelo delicado y lánguido bordado con pequeñas flores de raso que fue el comentario de todos los que presenciaron la ceremonia. El día que lo terminó y se lo probó frente al antiguo y enorme espejo de su cuarto se juró que sería el primero de muchos otros modelos diseñados por ella.
Horacio la esperaba en el altar extasiado por la visión de la hermosa mujer que amaba. En cierta forma, todavia le costaba creer que haya aceptado pasar a su lado el resto de sus días.
El obsequio de bodas de la familia de Juana fue un terreno con una pequeña casa que poseían en las afueras del pueblo, en campo norte más allá de la ladera del cerro Negro. Un lugar solitario que a ellos les pareció un paraíso. Horacio se encargó de los arreglos, construyó un corral y un establo para las dos vacas que también recibieron como regalo de bodas. Pintó la casa de blanco y Juana la decoró con floridas cortinas y muebles rústicos. En los fondos del terreno crecían arboles frutales plantados hace años. Ellos armaron una huerta y pensaron en un negocio común de conservas y quesos artesanales que venderían en las ferias dominicales del pueblo. Al regreso de una corta luna de miel en la Capital, se mudaron a su nuevo hogar.
Horacio armó su taller en el patio trasero de la casa, instaló ordenadamente sus herramientas y en un armario con llave guardo la gran caja de madera con los planos del calador de acero. Juana puso la maquina de coser bajo la ventana mas grande de la sala y su gran espejo de cuerpo entero a un costado. La vida matrimonial comenzó con los sueños intactos, el amor latente y la decisión de convertir en realidad todo lo que ambos imaginaron desde chicos.  
Catorce años después parecían vivir cada uno su propia vida. El matrimonio había llevado la relación a un estado de abulia profunda. En la casa, de apenas dos habitaciones, se movían como sombras que solo se cruzan por las rutinas diarias.
El entorno no ayudaba. En verano la extensa pradera era un canto de amarillos y ocres. Los pastos se quemaban con el sol intenso y solo al atardecer era posible respirar un poco de brisa fresca. Los inviernos eran aun peor, lluviosos al principio y helados después, los obligaba a estar sentados cerca de la salamandra con los ojos perdidos en libros o en su defecto en la pantalla de un televisor que solo trasmitía noticias rurales.
Horacio asumió que su invento era irrealizable. Sin los fondos suficientes ni el apoyo de un profesional que confiara en sus dibujos, jamás podría llevar a cabo ni siquiera un prototipo. Poco a poco dejo de lado su pasión por los inventos y solo agarraba las herramientas para trabajos que mantenían la vieja casa en pie. El resto del tiempo cuidaba los animales, la pequeña huerta o ayudaba a su mujer con las conservas y los quesos artesanales para vender en el puesto los fines de semana.
Juana por su parte vio alejarse cada vez mas su casa de alta costura. Lejos de la capital, lo único que cosía eran vestidos blancos para comuniones o bodas. Algunas veces le pedían el vestido de una madrina o de una quinceañera. Pero jamás aceptaban sus propuestas dibujadas en esbeltos figurines. Siempre elegían aburridos modelos de escote espejo y mangas farolito. Finalmente no dibujó más, se limitó a coser lo que le pedían y si no había pedidos cosía bolsas para el pan, manteles, caminos para mesitas y cualquier otra cosa que pudiera vender junto a las conservas.
Las herramientas de Horacio se empezaron a oxidar y la maquina de Juana dormía cubierta por un retazo de tela para que no junte tierra. De la misma forma se fueron oxidando sus almas y no hubo retazo que pudiera cubrirlas del resentimiento. El amor, la admiración y todos los sentimientos buenos que se tenían se transformaron en un soportarse por obligación.
Juana empezó a reclamarle a Horacio no haber tenido hijos. No habían visitado medico alguno, pero ella estaba segura que era culpa de él. A Horacio no le importaba, no quería hijos de esa mujer que no perdía oportunidad de reírse de sus sueños, de su invento fallido. El calador de acero era su hijo y murió sin haber nacido.
La primavera de ese año se convirtió en verano antes de tiempo. Hasta los pájaros parecían desorientados. La tierra se seco temprano y el polvo lo invadía todo. Juana se afanaba en el intento de barrer varias veces al día pero era una tarea inútil. Los muebles y el piso estaban permanentemente cubiertos por una fina capa de tierra amarilla que deslucía todo. Horacio había agarrado el vicio de fumar, tal vez por el aburrimiento o tal vez para molestar a Juana que pese a su disgusto solo consiguió que no fumara adentro. Esperaba el atardecer con su brisa mas fresca para sentarse en una silla de paja en la galería del frente y fumaba tranquilamente mientras miraba el humo gris subir pesado hasta el techo de tejas y formar unas nubes falsas que tardaban largo rato en disiparse. Cuando se hacia de noche la brisa desaparecía y llegaban los insectos. Juana gritaba desesperada para que cierre la puerta y él sonreía con cierta malicia sin moverse siquiera. Ella le había pedido varias veces que compre esas lámparas eléctricas que matan los bichos, pero a él le parecía una crueldad andar electrocutando moscas y polillas nocturnas. Cuando volvía del pueblo en la camioneta siempre tenía una excusa para justificar el olvido y soportaba la cantinela de su mujer con la expresión que mas usaba en su presencia, la de una total indiferencia.
La casa se había llenado de unas hormigas gordas y negras que Juana no lograba combatir. El las observaba divertido porque parecían mas inteligentes que su mujer y nunca se acercaban a los montoncitos blancos de azúcar con veneno que ella les dejaba en la cocina.
Una tarde con un sol que parecía más inclemente que nunca, Horacio daba vueltas para no ir a limpiar el corral de los animales. Salió a la galería y prendió un cigarrillo apoyado contra la pared de la casa esperando que pronto llegue el atardecer.
Un grito histérico de Juana lo sobresaltó. Venia desde el pasillo lateral que comunicaba con el patio trasero donde ella solía colgar la ropa lavada.
Caminó pesadamente levantando tierra seca con sus alpargatas y pensando que cosa la abría hecho gritar de esa forma. La encontró parada de espaldas en el ancho pasillo y se acercó despacio para ver que miraba tan quieta con las manos crispadas agarrándose la cabeza. Junto a la pared blanca de la casa se levantaba un hormiguero gigante. Parecía la maqueta de un volcán. De la boca grande y oscura que lo coronaba una interminable fila de hormigas negras iban y venían. Un surco profundo las guiaba directo a una pequeña rajadura en la pared donde desaparecían y volvían aparecer cargando cosas de la casa.
Juana giro sobre sus talones y lo miró con una furia que Horacio desconocia hasta ese momento. Tenía los ojos encendidos y los labios habían desaparecido por la forma en que  apretaba la boca. Cuando hablo su voz se escuchó congestionada, se le trababan las palabras al pronunciarlas. “Es tu culpa” le dijo, “las hormigas están invadiendo la casa y no te importa, como no te importa nada”. Estaba realmente sorprendido por la descontrolada furia de su mujer y no supo que responder, le pareció ridículo que se enojara tanto por unas hormigas. Sin pensar en lo que hacia empezó a reír y una vez que empezó no pudo detenerse. Las carcajadas le brotaban incontenibles, le lloraban los ojos y tuvo que agarrarse la panza y doblarse sobre si mismo por el dolor que le provocaba el esfuerzo.
Sintió el golpe en la nuca y el mundo se puso negro. 
Cuando despertó sintió la boca seca y miles de cosas caminando por su cuerpo. No podía moverse, de eso estaba seguro. Le dolía la cabeza como si le hubiera estallado el cráneo. Volvió a perderse en un mundo raro donde flotaba y no sentía dolor. Cuando despertó nuevamente, era de noche. Podía ver el cielo oscuro con miles de estrellas. Trato de dar vuelta la cabeza, pero el dolor en la parte de atrás era tan intenso que se quedo muy quieto y pidió con todas sus fuerzas volver a flotar, a no sentir. De todas formas justo antes de irse a ese mundo sin dolor, sintió nuevamente que miles de cosas caminaban por su cuerpo, bajo la ropa, adentro de sus alpargatas viejas, entre el pelo. En la boca tenia agua, no mucha, pero la trago despacio, agradecido de su frescura y después se durmió.
Durmió y se despertó de a ratos por un tiempo que no pudo definir. Pasaron días, veía la noche, los amaneceres, las tardes. Lo que no entendía era como no moría. Se sabía tirado en el piso sin poder moverse, era imposible estar vivo. Pero esa sensación de cosas caminando lo intrigaba aun más. Cada vez que estaba despierto sentía en su boca agua, jugos extraños, pedacitos de cosas como procesadas o masticadas. Él solo tragaba lo que sentía en su lengua y volvía a perderse en la inconciencia.
Abrió los ojos y sintió que su cuerpo se movía, muy lentamente. Bajo su espalda podía sentir miles de cosas caminando. Eran apenas perceptibles pero lo llevaron hasta la galería bajo el techo donde se sentaba a fumar. Sintió mas cosas en la boca que tragó con ganas, estaba hambriento. Movió los ojos para los costados. Seguía sin poder girar el cuello. No vio a Juana por ningún lado. La casa parecía abandonada. Trato de emitir un sonido, de gritar, pedir auxilio, pero no pudo y el adormecimiento volvió a el lentamente hasta que todo se volvió negro una vez mas.
Se duerme y despierta en periodos más cortos. Pudo levantar las piernas flexionando las rodillas. También levantó su mano izquierda y la puso a la altura de la cara. Tiene las uñas largas y esta sucio de tierra.
Despertó con mucho frio. Finalmente pudo mover la cabeza hacia los lados. Todavía le duele, pero se soporta. El pasto amarillento desapareció. En su lugar hay tierra partida por el viento de otoño, pronto el frio va a ser insoportable en la galería, necesita entrar a la casa, prender la salamandra. ¿Dónde estará Juana?
Hoy despertó sintiendo pequeñas gotas en su cara. El tiempo de las lluvias llegó. Logró levantarse y arrastrar su cuerpo dentro de la casa. Moverse desde la galería y cruzar la puerta le demando un par de horas. El frio y la humedad le calaban los huesos. Para su sorpresa la casa esta casi vacía. Cerró la puerta, se envolvió en la alfombra mugrienta que heredo de su madre hace muchos años y volvió a dormirse rendido por el esfuerzo.
Cuando finalmente se pudo levantar del suelo, encender la estufa y hervir un poco de arroz que encontró perdido en la alacena, el invierno estaba instalado en el campo norte. Las hormigas habían desaparecido, al igual que su esposa. Se sentía muy débil, pero de todas formas logro abrigarse con lo que encontró en el ropero y salir de la casa. Los animales no estaban, la camioneta tampoco. Caminó los tres kilómetros hasta el pueblo con pasos lastimosos, descansando cada tanto tirado al costado del sendero con la esperanza de ver algún vecino que lo ayude, pero en esa época del año nadie iba por esa zona.
Finalmente vio las luces del pueblo cuando ya era noche cerrada y sentía que se congelaba. Con las últimas fuerzas logró entrar al bar de Don Aurelio agarrado de las paredes. El pobre viejo casi se muere por la impresión de ver llegar a ese despojo humano, sucio, con barba de meses y un rejunte de ropa colgando de los huesos. Tres parroquianos que demoraban el cierre del boliche pidiendo mas bebida, corrieron a sostenerlo justo antes de caer al suelo.
En el pueblo todos pensaban que se había ido. Lo imaginaban viviendo en otro lado, enamorado de otra mujer. Le contaron que Juana dijo a todo el que la quisiera oír “Mi marido me abandono” llorando a moco tendido. Dos días después de aparecer por el pueblo salió para la capital manejando la camioneta sin despedirse de nadie. Los padres se veían poco por el pueblo después de la partida apresurada de su única hija. Venían a misa los domingos o a comprar algunas cosas al almacén, pero ya no hablaban con nadie ni participaban de las actividades vecinales como siempre lo habían hecho.
A Horacio no le importó. Lo que realmente le preocupaba, lo que no podía dejar de pensar era como había sobrevivido todo ese tiempo. ¿Las hormigas lo habían mantenido con vida? Se prometió volver el verano siguiente y buscar el hormiguero. De alguna forma tenia que agradecerles lo que habían hecho por el, aunque esto sonara totalmente ridículo.
El medico que lo atendió no podía comprender como había sobrevivido con semejante golpe en la cabeza. El por su parte no hizo denuncias ni declaraciones. Contó una historia vaga respecto a un accidente lejos de la casa que lo inmovilizó por días y aseguró que tal vez por eso Juana creyó que la había abandonado. A muchos la historia no les cerraba, pero Horacio se mantuvo firme en sus dichos y mientras se recuperaba del todo la cuestión fue quedando en el olvido, casi como si nunca hubiera pasado.
Cuando el nuevo verano llegó estaba totalmente recuperado. La propiedad de campo norte le pertenecía solo a el ya que la familia de su esposa no estaba interesada en un lugar sin perspectiva de explotación alguna y no tuvieron problemas en cederle el titulo de propiedad. De Juana le contaron poco, cosas sueltas sobre un trabajo en un taller de costura en la capital. Horacio sospechaba que la familia conocía la historia real de lo que había pasado y buscaron una forma discreta de sacárselo de encima. Para él fue mejor de esa forma, no quería saber nada con Juana, pero la casa en campo norte le interesaba y mucho.
Pidió prestada una motocicleta a un conocido y se fue para la casa abandonada. Se instaló con todo lo necesario y esperó pacientemente que el volcán de tierra se formara y la colonia de hormigas comenzara su trabajo estival. Durante ese tiempo ordenó las pocas cosas que había dejado Juana en la casa. Pero por mas que buscó no encontró su caja de madera con los cuadernos y planos del calador de acero. Por un momento pensó que ella se la había llevado pero después llego a la conclusión de que seguramente la había destruido y la odio más por eso que por haber intentado matarlo.
El verano terminó y las hormigas no regresaron. Totalmente decepcionado volvió al pueblo sin saber que haría de su vida.
Don Mariano le ofreció nuevamente trabajo en el taller con la posibilidad de vivir en la piecita de arriba. Sintió que volvía al principio o lo que era peor, que retrocedía. De todas formas trabajar lo hizo sentir útil y cuando se quiso acordar ya estaba otra vez soñando con construir el calador de acero. Entre reparaciones de planchas y otras tonterías, dibujaba los planos según los guardaba en su memoria. Cuanto más avanzaba, mas feliz se sentía.
Una tarde muy fría, sonó el teléfono del taller. Él estaba totalmente abstraído en uno de sus dibujos y la voz de mujer del otro lado de la línea lo sorprendió. Era una voz que amablemente le pedía que fuera al colegio porque la caldera se había roto y hacia mucho frio en las aulas.
Mientras caminaba las dos cuadras que lo separaban del colegio golpeado de frente por un viento intenso, recordó haber oído hablar de una nueva maestra. Una porteña joven y muy linda según comentaban.
La maestra lo recibió con una sonrisa y lo acompaño hasta el sótano del pequeño edificio donde funcionaba la escuela. Durante el breve camino ella no dejó de hablar sobre el problema a reparar. Pudo percibir que la joven tenía conocimientos sobre el funcionamiento de una caldera y eso lo lleno de asombro.
Reparo el desperfecto rápidamente y encendió la vieja maquinaria que se quejo un poco hasta prender completamente. Se presentó en la dirección para informar que todo estaba listo y encontró nuevamente a la joven mujer quien al despedirse le tendió la mano y le dijo “me llamo Alicia ¿y Ud.?”, por alguna razón solo pudo contestar “Horacio” le estrecho rápidamente la mano y volvió al taller caminando tan rápido que llego casi sin aire.
 Desde esa visita al colegio no pudo sacarse a la maestra de la cabeza. Se sorprendía con un destornillador en el aire a medio camino de un aparato a reparar, sonriendo como un bobo y pensando en el renegrido y brillante pelo de la maestra. Sus ojos grandes y expresivos con pestañas largas. Los hoyuelos apenas perceptibles que se le formaban cerca de la comisura de los labios cuando sonreía. Cuando esto pasaba se decía a si mismo que era una tontería, porque la había visto solo una vez y no conocía nada de ella.
Pero en un pueblo chico eso es fácil de solucionar. Como quien no quiere la cosa comenzó a preguntar. La gente no tenia problema en hablar de los demás y pronto supo que era soltera, que había solicitado un empleo en el interior y que los chicos la adoraban.
Finalmente se dejó de dar vueltas y una tarde bastante fría la esperó a la salida del colegio. La invitó a tomar café con bizcochuelo casero en lo de Don Aurelio. Ella acepto y comenzó una amistad que se prolongó en los meses.
Llegó el verano nuevamente y también los días lindos para pasear por la plaza del pueblo. Todos hablaban de la pareja y hacían apuestas sobre cuanto tardarían en irse a vivir juntos. Por su lado Alicia y Horacio tenían muchas cosas en común. Ella resultó ser hija de un mecánico de autos, que al igual que Horacio siempre estaba reparando algo. Su madre murió cuando tenia ocho años así que se crio muy cerca de su padre. Pronto aprendió a manejar herramientas y conoció los secretos del funcionamiento de muchos mecanismos. Como hace muchos años atrás, Horacio se atrevió a mostrar los dibujos y notas del calador de acero a una mujer. Desde ese momento Alicia no dejo de aportar ideas y mejoras en muchos aspectos técnicos. Él estaba halagado por su interés y deslumbrado por sus conocimientos.
Después de pasar las tardes juntos cuando regresaba a la pieza donde vivía se daba cuenta que la extrañaba. Su relación con Juana parecía algo lejano y perdido en la memoria. Era increíble que haya pasado tan poco tiempo desde esa tarde en que todo se volvió negro y de alguna forma nació otra vez.
Decidido la citó en la plaza y le confesó sus sentimientos sin muchas vueltas. Alicia sonrió y le dijo que nada de su historia anterior le importaba, también lo quería y eso le parecía lo único importante.
Se comprometieron una mañana de ese verano con un juramento raro para muchos pero especial para ellos. Juraron construir juntos el calador de acero.
Horacio le comentó su idea de vender la propiedad de cerro norte. Con el dinero podrían comprar la casita de la Señora Virginia, una solterona que falleció el invierno anterior. Estaba ubicada en el pueblo cerca del trabajo de los dos, era luminosa, bien construida y con pocos arreglos quedaría perfecta.
Alicia se entusiasmo tanto que le propuso ir en ese mismo momento hasta la propiedad abandonada y arreglarla un poco para sacarle una foto. La podrían publicar en el diario zonal y tener más posibilidades de una pronta venta. Se subieron al viejo auto de ella y marcharon con algo para almorzar, cosas para la limpieza y la cámara de fotos.
Llegaron cerca del mediodía. La casa se encontraba bastante mal, pero Alicia no se desanimo. Le dijo que primero podían comer algo y después limpiarla un poco, sacar las cortinas roídas y acomodar unas flores silvestres en la galería. De esa forma, la foto tomada de lejos, tendría un aspecto más agradable para publicarla en el aviso de venta.
Se sentaron a comer sobre unas piedras no muy lejos de la galería del frente de la casa, riendo y hablando animadamente.
Entre risas, Alicia se golpeó el brazo con la mano como cuando uno mata un mosquito. Horacio le preguntó si estaba todo bien y ella dijo “solo era una hormiga”.
Entonces las vio, quedó petrificado con un bocado a medio masticar en la boca. La enorme mancha negra que avanzaba a espaldas de Alicia cubría metros de extensión. No pudo emitir sonido, aunque algo en su cerebro le dijo que debían huir y rápido.
Alicia se levantó de un salto tirando por el aire el plato plástico con restos de almuerzo y comenzó una danza frenética acompañada de gritos desesperados. Sus manos no daban abasto para sacarse la enorme cantidad de hormigas que en  cuestión de segundos cubrieron su cuerpo, su cara, entrando y saliendo de la boca abierta. De pronto se quedó quieta y miró a Horacio con los ojos desorbitados. Lo que parecía ser una masa de hormigas con forma humana, cayó al suelo desapareciendo medio cubierta por los altos pastos que habían crecido en el abandono.
Con horror Horacio vio como el cuerpo inerte de la mujer que hace unos instantes reía con el, empezó a deslizarse lentamente hacia el costado de la casa. Era llevada por miles y miles de negras hormigas. Sin poder evitarlo siguió el extraño cortejo. Cerca de la pared lateral vio el hormiguero, gigante, mucho mas grande que aquel que desesperó a Juana. Este media más de dos metros de alto, la boca que lo coronaba era enorme y tenía muchos surcos profundos alrededor  por donde las negras y gordas hormigas iban y venían.
Metieron el cuerpo de Alicia por la entrada del gigantesco volcán de tierra hasta hacerlo desaparecer. Después lo rodearon y empezaron a subir por su ropa. Las sentía bajo los pantalones, bajo la liviana camisa veraniega, adentro de sus zapatos y hasta entre su pelo. Sin poder evitarlo fue empujado y avanzó el también hacia la enorme entrada. Flotando al ras del suelo, sus pies no llegaban a tocar la pared del hormiguero, solo subía y subía en el aire, hasta que lo bajaron al interior oscuro, húmedo y con un penetrante olor a tierra removida. La oscuridad era total. Sentía el movimiento a su alrededor pero no veía nada, desesperado giraba la cabeza a un lado y al otro tratando de ver. Pronunció el nombre de Alicia un par de veces, con una voz apenas audible, tenia miedo de gritar y que todo se desmorone quedando atrapado en ese agujero por siempre.
Fue entonces cuando sintió que se volvía loco. Cuando todo lo real dejó de existir en su mente. Delante de sus ojos se abrió una brecha de luz. Como si alguien corriera lentamente dos cortinas de tierra y de la abertura brotara una luminosidad brillante.
La línea de luz se hizo cada vez más grande y pudo ver que lo que se corría no era tierra. Eran hormigas, cientos, miles, millones de hormigas abriéndose a la vez para dejar al descubierto una enorme maquina plateada que irradiaba una luz enceguecedora. Asustado retrocedió sin pensarlo y sus talones golpearon contra algo duro. Cayó sentado sobre lo que parecía ser un banco de madera, tanteo sin atreverse a mirar hacia atrás y reconoció su lustrada caja de madera donde atesoro por años los planos del calador de acero. Ahora, finalmente lo tenía terminado delante sus ojos. 





domingo, 8 de julio de 2012

Virgilio




Ninguna noche, con frio mortal o calor insoportable, Ariel deja de ir al café de Rioja y Castillo.


Instalado en la mesita arrinconada en el fondo, lee compenetrado mientras toma café fuerte con una gota de leche fría y sin azúcar. El resto de los parroquianos no molestan, no hay televisor ni música funcional y los mozos parecen deslizarse sin hacer ruido sobre los mugrientos mosaicos del suelo. Un silencio pesado y opaco lo envuelve en su ritual obsesivo.
-Virgilio, no te entiendo.
La voz de mujer lo arranco de su ensimismamiento. ¿Virgilio? Pensó. ¿Quién puede llamarse Virgilio en estas épocas? Se sintió molesto de inmediato, el silencio que reinaba en su rincón acababa de ser interrumpido por la voz quejosa de una mujer sentada a su espalda. Se quedó quieto mirando la pared que tenia enfrente y espero escuchar la voz del Virgilio en cuestión. La respuesta no llego y la molestia iba creciendo. Respiró hondo, aflojo los hombros contraídos por el suceso y decidió volver a su lectura. Tomo un sorbo pequeño de café y enfrento la página 142 del libro.
-Lo siento Virgilio, no puedo.
Ariel levanto la vista del libro ante la nueva interrupción y volvió a quedarse quieto mirando la pared. Ahora la queja le sonaba como respuesta a un requerimiento que no había oído. No terminaba de entender como Virgilio hablaba tan bajo como para que el no escuchase que decía. Miró hacia el salón, apenas girando la cabeza a su derecha y diviso una mesita vacía en el otro extremo. Cerró el libro y apoyo las manos sobre la mesa para levantarse y cambiar de lugar. No pensaba soportar esa ridícula discusión de pareja. Entonces vio su café casi intacto y dejó caer las manos sobre las piernas. Con su natural torpeza se le hacia imposible mudarse de mesa con el café y el libro, seguramente tiraría algo al suelo. De repente estaba de muy mal humor.
Sintió a su espalda, con todo detalle, correrse la silla y el roce de la tela del vestido de la mujer al levantarse. Los tacos repicaron alejándose hasta perderse por completo. Experimentó una rara satisfacción por Virgilio. Después de todo para que quería a esa mujer que no lo podía comprender. Sin pensar en lo que hacia, se dio vuelta sonriente para ver el rostro de un hombre que andaba por la vida con semejante nombre ilustre. Solo vio la mesa vacía, un café sin tomar y un ejemplar de la Eneida.




domingo, 17 de junio de 2012

Un pasaje hasta la libertad





-Este calor da una sed terrible.
El hombre de hombros anchos y brazos fuertes, sostenía el jarro de latón bajo sus espesos bigotes mientras hablaba. Tomó tres jarros de agua, uno tras otro, con tragos largos. La nuez en su cuello grueso, bajaba y subía acompañando el líquido que pasaba por su garganta sin respiro. Le tendió el jarro a Rodrigo mirando el cielo. Suspiró satisfecho como si se hubiera quitado la sed del mundo.
Rodrigo cargo el jarro con agua del gran balde de zinc tratando de no meter la mano dentro. Mientras la bebida fresca pasaba por su propia garganta, pensó en lo inútil y estúpido de su cuidado. Lo mas seguro era que la mayoría meta el jarro con mano y todo. Se sirvió un segundo jarro permitiendo que su dedos llagados se hundan en el liquido y lo tomo mas despacio. Por las comisuras de su boca dejo escapar un poco adrede. Resbaló en dos chorritos finos por el mentón, el cuello, llegando hasta su pecho ardido. Colgó el jarro en el gancho al borde del balde y miró al gigantón escupir en sus manos callosas, frotar una contra la otra y subirse un poco el pantalón
-Bueno –dijo y empezó a caminar. Rodrigo lo miró alejarse sin moverse, sabia que debía seguirlo, pero se quedo quieto envidiando la fuerza de ese hombre. Extendió sus manos mientras bajaba la vista para mirarlas. Dos manos inútiles para ese trabajo, demasiado flacas y suaves. Las dolorosas llagas tardarían un largo tiempo en convertirse en callos duros. Volvió a mirar al hombre fuerte, del que no sabía ni el nombre, lo vio levantar el pico en el aire y dejarlo caer violentamente contra la roca dura. En el golpe, un enorme pedazo de piedra salto entre sus piernas y una lluvia de piedritas de distintos tamaños voló desde el lugar donde el pico pegó inclemente. Sin pausa volvió a levantar el pico y volvió a dejarlo caer, una y otra vez, arrancado a la cantera grandes piezas que salían disparadas y rodaban formando un montículo a su espalda. El apenas podía levantar el pico sobre su cabeza y para cuando pegaba contra la piedra ya no tenia fuerza. Con cada intento le parecía que se le iban a descoyuntar los brazos.
El silbato llegó pleno a sus oídos. Fue como si un rayo le partiera la cabeza. Ya no pudo pensar más. Desapareció todo lo que lo rodeaba y solo quedo la imagen clara de un tren avanzando en la lejanía. Sonrió tontamente y cerró los ojos en un intento desesperado por no perder esa visión.
Sintió el dolor brutal y lacerante en su antebrazo derecho. Se le aflojaron las piernas pero no permitió que sus rodillas tocaran la tierra. Sabía muy bien lo que le pasaba al que caía, lo había visto varias veces en durante esas dos semanas. Se agarró el brazo con la mano izquierda y giro para mirar al hombre vestido de gris descolorido, parado al lado del balde con agua. El tipo lo miraba fijo con sus ojos sin vida. En la cara chata de rasgos afilados solo sobresalía una nariz ganchuda. En la mano derecha pegada a su cuerpo colgaba el látigo corto de cuero negro que usaba para hablar. Había perdido tiempo, solo tenía un momento para tomar agua y volver al trabajo, pero sus sueños habían ganado nuevamente a su razón. Ahora el brazo le latía, la sangre mojaba sus dedos y el hombre lo miraba con sus ojos muertos. Dio la vuelta lo más rápido que pudo, sin soltarse el brazo y trató de correr a su puesto, pero solo logro un miserable trote. Cuando finalmente estuvo delante de su pico lo agarro con las dos manos tratando de levantarlo sin éxito. El brazo le dolía como los mil infiernos, si es que existen tantos. Se limpio la mano ensangrentada en el pantalón, respiro hondo y lo volvió a intentar. El pico se elevo en el aire y un momento antes de caerse de espaldas, llevado por el peso de la herramienta, lo tiro hacia adelante. Pego salvajemente contra la roca y reboto haciendo vibrar todo su cuerpo. Así estuvo lo que quedaba de ese día, levantando el pico y dejándolo caer sin lograr sacar una piedra de tamaño respetable de la dura roca.
-Que se le va hacer –decía el viejo Nicasio. No tendría mas de cincuenta años, pero todos le decían viejo –cuando tenés perpetua lo mejor es acabar pronto, por eso trabajo tanto, por eso casi no como, por eso un día de estos en que se me junte el coraje voy a dejar caer el pico acá ¿ves? –le dijo señalando su ingle –yo sé, porque algo leí, que por ahí pasa una vena importante, de esas que llevan mucha sangre, como la del cogote, si pego bien, chau –se quedo mirando el piso y no hablo mas. Siempre decía lo mismo, la única salida para los que tenían perpetua, era morir pronto.
Rodrigo no tenía perpetua, solo veinte años. Solo veinte años era una forma optimista de decir. En algún momento, durante el juicio, pensó que era una pena benevolente. No había cometido homicidio, su hermano si y ya estaba enterrado en algún lugar de ese territorio. Él era cómplice de robo a mano armada. Ahora que había pasado casi dos meses en Castel, ya no estaba tan seguro de poder aguantar veinte años. Por eso conversaba con Nicasio, nadie soportaba al viejo, siempre hablando de matarse y nunca concretando, pero lo había ayudado mucho. Lo defendió un par de veces en los primeros días y le consiguió el camastro de tiento trenzado cerca del agujero con rejas, que en ese lugar llamaban ventana.
Cuando bajó del micro, estaba aterrado. Nadie desconocía la existencia de Castel, pero ver la prisión de trabajos forzados era otra cosa. Parecía esculpida en la cantera misma. No se veía un ladrillo, una ventana con cristales, un techo, nada. Toda piedra gris con agujeros enrejados con hierros renegridos por el tiempo. El piso de tierra y el calor insoportable todo el año. Un viento, empecinado en soplar al ras del suelo, levantaba eternos remolinos de polvo fino que se metían en los zapatos. Una vez que traspasó la reja del frente lo pusieron en una línea con los otros catorce y apareció el hombre de los ojos sin vida. Caminaba derecho y rígido como si hubiera estado en eso que llamaban ejército. Se paró ante ellos con el uniforme gris descolorido y el látigo corto de cuero a su costado. Les habló con una voz segura y grave.
-Desde este momento son prisioneros del estado. Todos cometieron delitos graves, muchos no regresaran a las ciudades de donde vienen, otros tienen un tiempo prefijado para quedarse. Pero esto es para todos, acá hay reglas claras, dieciséis horas de trabajo en la cantera, seis de sueño, un desayuno, dos comidas y dos paradas durante la jornada de trabajo para tomar agua. No tienen ningún derecho, los perdieron cuando decidieron cometer el delito por el cual los condenaron, cuídense de lastimarse porque solo hay una enfermería de primeros auxilios y no serán trasladados a ningún hospital. No se permiten peleas, juegos de ninguna clase, libros, revistas, ni diarios. Tampoco tendrán visitas ni recibirán o enviarán correspondencia de ninguna clase. No hay televisión, radio, ni días festivos. Acá la semana de trabajo es de siete días, los trescientos sesenta y cinco días de los años que les toque quedarse. No recibirán retribución económica alguna por su trabajo. Si sobreviven, el día que se vayan está dispuesto que recibirán el dinero suficiente para viajar a la ciudad donde viva su familia o en su defecto a la ciudad que decidan ir. La ropa que se les proporcionará es propiedad del estado y cuidarla es su obligación. Las dos mudas deben durarles un año. Si la rompen o pierden, andarán desnudos o descalzos hasta el año siguiente. Yo soy el jefe de Castel y esta es mi voz –cuando pronunció esas palabras, levantó en alto el látigo corto de cuero negro para que pudiésemos verlo bien –esta es la primera y única vez que hablaré con ustedes. De ahora en más no serán necesarias las palabras. Ustedes obedecen y trabajan, caso contrario, sentirán mi voz. No es agradable trabajar lastimados y deberán hacerlo mientras puedan tenerse en pie. Eso es todo. –dicho esto, bajo el látigo, giro sobre sus talones y volvió por donde había venido.  
La primera vez que entre al rectángulo donde están los camastros me pareció que entraba a un horno gigante. Caminamos desnudos en fila india, con nuestros calzones como única prenda. En mis pies se enterraban dolorosamente, las piedras del piso. Nos ordenaron ponernos una de las mudas de ropa gris y guardar la otra en un estante que recorría todo el perímetro de la barraca. Consistía en un pantalón, una chaqueta y un par de zapatos con cordones y suela de goma. Se suponía que el camastro bajo la muda guardada era el que nos correspondía, pero como novatos estúpidos teníamos mucho que aprender. Salimos al sol implacable del mediodía sorteando varios pasillos atrás de dos guardias que caminaban a paso vivo. Sin detener la marcha, nos condujeron a la cantera a casi dos kilómetros de las barracas. Mis pies estrenaron los duros zapatos con unas rojas y dolorosas ampollas en los talones. Nos dieron un pico y un sitio donde empezar a moler roca. Ese día no tuvimos almuerzo, el horario había pasado. Tomamos agua una vez. Al anochecer sonó una bocina y todos dejaron sus picos apoyados en la piedra. Imité lo que hacían los otros y los seguí, siempre en fila india. Subimos a camiones desvencijados que se balanceaban de un lado a otro en el trayecto de vuelta. Mi espalda era un amasijo de dolores y quemaduras de sol. No podía abrir la boca por la sed, ni cerrar las manos por las ampollas lastimadas. Finalmente llegamos, bajamos y caminamos hasta la barraca. En cuanto entré me tiré en el camastro que había elegido. Me levantaron en el aire dos manos enormes y me lanzaron al piso. Mis huesos sonaron al estrellarse contra la tierra dura. Si, aprendí con mucho dolor como eran las cosas en Castel. Perdí mi segunda muda y dormí un par de noches en el suelo. Al principio me robaban todo, la comida, la cama, hasta que Nicasio se acercó y me llevó a uno de los camastros. Me empujó a lo bestia y caí acostado golpeándome la cabeza contra el borde de madera. Mirándome directo a los ojos, dijo con voz dura.
-De ahora en mas esa es tu cama, cada noche dormís ahí y cuando vamos a comer te sentas a mi lado, el pan que te dan es mío, también la fruta ¿se entendió?
Dije que si con la cabeza muerto de miedo. El viejo giro dándome la espalda y hablo sin dirigirse a nadie en especial.
-¿Se entendió?
Nadie contestó, ni siquiera lo miraron. Se acostó en su cama y se quedó mirando el techo. Desde ese día no comí pan ni fruta, pero conserve mi cama y pude dormir sin que me despertaran a patadas a mitad de la noche o me dieran vuelta el plato de comida en el piso.
El silbato del tren, a media mañana, me mantenía cuerdo. Estoy seguro de eso. Nicasio decía que era una estupidez. Yo pensaba que envidiaba mí posibilidad de salir libre.
Para mi propio asombro, fui acostumbrándome a la rutina y en un par de meses era un autómata más. Terminé el primer año con jirones de ropa sucia y los dedos de los pies afuera de los zapatos. Mi piel blanca se convirtió en un cuero duro curtido por el sol, mis manos suaves en dos callosidades torpes para todo menos para picar piedras. Al principio trate de mantener el orden de los días y las semanas marcando la pared con un pedazo de piedra, entre otras muchas marcas y ante las risas de Nicasio. Un día me dí cuenta que no sabia ni que estaba marcando y lloré amargamente. Fue la primera y ultima vez que lloré por algo en Castel, tal vez porque había perdido lo único que me quedaba de humano, vaya uno a saber. Por las noches se oía, cada tanto, a alguien llorar. Entonces le decía a Nicasio “otro que se perdió acá adentro” y el no contestaba nada. Muchos morían, algunos no volvían de las canteras. Eran levantados de donde caían por los guardias y lanzados al camión. Esperaban ahí hasta el fin de la jornada y después, supongo, los llevaban a la enfermería de la que habló el hombre de la mirada muerta, nunca lo supe, me mantuve lejos de ese lugar durante toda mi estadía. Otros se enloquecían por la noche, empezaban a gritar, a golpearse la cabeza contra la pared de piedra y los sacaban a la rastra. Los gritos se apagaban de a poco y seguíamos durmiendo como si nada.  
En cierto modo el tiempo no fue más que una sucesión de días iguales. Sol calcinante, trabajo bestial, comida repugnante, convivencia sin palabras y a dormir. Solo los recién llegados trataban de entrar en conversación pero les duraba poco. Las opciones eran adaptarse o morir. No había más.
El día que un guardia me llamó desde la reja de entrada a la barraca, estaba doblando mi ropa como hacia todas las noches antes de dormir. Escuchar mi nombre y apellido me sobresaltó. La costumbre entre nosotros era llamarnos por algún apodo, la mayoría de las veces denigrante. Me llevaron a una oficina diminuta y mal iluminada. Un hombre calvo de traje, sentado en un escritorio, empezó a leer un papel que tenia en una carpeta de cartón azul, sin siquiera mirarme. Escuché lo que decía de pie con las manos y los tobillos esposados.
-Prisionero Rodrigo Palestra, le informo que el próximo martes 18 de enero del año 3568, termina su condena a veinte años de trabajos forzados. Se le dará la ropa correspondiente y la suma de 100 Drags. Ante su negativa de darnos la dirección de un familiar al momento de ser condenado, le informo que podrá tomar el tren a la ciudad que desee con su deuda cumplida. El gobierno espera que usted haya podido reflexionar en este tiempo y por lo tanto no vuelva a cometer ningún acto que ponga en peligro a la sociedad. Cabe aclarar que de reincidir, sin importar el delito que cometa, será ejecutado de inmediato, sin necesidad de juicio alguno.
Levantó la vista y me miró sin ninguna emoción en sus ojos.
-¿Entendió usted los términos de su libertad?
Me quedé mudo, no estaba seguro de entender nada. En mi cabeza rebotaban un montón de preguntas. ¿Cuando sería martes 18 de enero? ¿Estaríamos en enero? ¿Los 100 Drags, me alcanzarían para tomar el tren que corría a lo lejos, hacia la libertad con la que tanto había soñado? ¿El silbato del tren se sentiría tan maravilloso cuando uno estaba sentado dentro del tren?
El golpe del guardia en mi antebrazo con su palo de corrección me devolvió a la realidad, miré al hombre y dije si con la cabeza. El tipo dio vuelta el papel que había leído y me extendió una lapicera señalando el final de la hoja. Tenia que firmar.
El guardia me saco la esposa derecha de la muñeca y me empujo suavemente para que me acerque a la mesa. Todo mi cuerpo temblaba. Tenia el estomago revuelto y la cena amenazaba con salir en cualquier momento. Mis pies encadenados se trabaron al avanzar y casi me caigo de cara sobre la mesa. Tuve que agarrar mi mano derecha, con la izquierda esposada, para poder poner mi apellido en el papel.
Por primera vez, desde el día que llegue a la prisión, no caminaba sintiendo el suelo. Flotaba. Cuando entré a la barraca, muchos me miraron y no dijeron nada. Solo Nicasio hablo cuando me acosté en mi camastro.
-¿Cuándo te vas?
-El 18 de enero, pero no tengo idea de cuando es.
Rodrigo se durmió profundamente y soñó como no lo hizo en todo ese tiempo sobre los tirantes de cuero rígido. Dormir en la prisión era caer en un agujero negro, como de brea espesa, que envolvía el cuerpo y lo hundía en un mundo sin imágenes, sin sonidos. Estaba seguro que así era la muerte. Pero esa noche soñó con el tren.
El bólido de cincuenta metros, reluciente, parado en la estación, esperándolo con su punta redonda de un azul brillante. Subió con su pasaje en la mano y eligió un asiento del lado de la ventanilla. Miraba a la gente que lo rodeaba, vistiendo coloridas prendas, niños sonrientes de la mano de mujeres bonitas, olor a flores, mariposas de colores resaltando sobre el cielo azul y el tren con sus asientos blancos, acolchados, donde se acomodó hasta sentir la suavidad en todo el cuerpo. Entonces el silbato cortó el aire y cerró los ojos, sonriendo. Los rezagados se apuraron para subir. El guarda pego un grito que fue ahogado por la insonorización del vagón presurizado. Empezó a moverse muy lento, acelerando de a poco, más y más, hasta que llegó a velocidad de crucero y las imágenes por la ventanilla fueron como cuadros impresionistas, llenos de colores, pintados por un artista loco.
Cuando despertó fue informado que era 18 de enero y le ordenaron bañarme, afeitarse y ponerse la ropa que dejaron sobre el camastro.
Vio a los otros caminar en fila india por última vez. Nicasio en mitad de la fila ni se dio vuelta para despedirse, se perdió en el grupo de ropa gris, como si finalmente se hubiera suicidado.