Un ingles en Buenos Aires
-¿Preparo unos mates?
Se puso fría la tarde.
-¿Tenés té?
-¿Té?
-Si, té en hebras sería
ideal.
-¿Te en hebras? No me
hagas reír, debo tener algunos saquitos y solo porque cuando me resfrío tomo té
con limón, pero la verdad me resulta asqueroso.
-¿Te conté que mi padre
era hijo de ingleses?
-Si, me contaste.
-Era alto y flaco.
Caminaba derecho con la mirada al frente, como si abajo, arriba o a los
costados no hubiera nada interesante que ver. Yo lo miraba mucho. Ahora, de
grande me doy cuenta. Estuve gran parte de mi niñez mirando para arriba,
observando a mi padre.
-¿Y a que vienen esos
recuerdos ahora?
-No se.
-Pero algo te tiene que
haber traído su recuerdo.
-Puede ser. ¿Sabes?
Cuando yo me afeito y estoy ahí concentrado frente al espejo semi empañado del
baño, de repente veo mis ojos. Pero no mis ojos. Son los ojos de mi padre.
Negros, tan negros que no se distingue la pupila. Tengo los ojos de mi padre.
Las pestañas cortas, el rasgado raro, las cejas en línea oblicua que endurecen
mi expresión, como si siempre estuviera enojado, hasta cuando me rio. Heredé
sus ojos y su mentón. Lo demás lo heredé de mi madre. Soy bajo para ser hombre,
podría haber heredado un poco de altura también, pero no. Además tiendo a engordar,
eso también es de mamá como el pelo oscuro, enrulado y la nariz un tanto
grande.
-Creo que tus ojos son normales
y me doy perfecta cuenta cuando estas enojado o feliz, mas allá de tus cejas,
que por cierto tenés razón, tienen un trazado poco común.
-Bueno, entonces,
aunque haya muerto hace tantos años, conoces sus ojos, eran así como los míos. A
los ocho años más o menos nos mudamos de Córdoba para Buenos Aires. Fuimos a vivir a una casa en Villa Urquiza. Tenía un
jardín en la entrada, no era un jardín para ser exactos, era esas entradas de antes,
cuando las rejas y el miedo no lo invadían todo, con canteros a los costados
donde mi madre se empecinaba en plantar plantas con flores. Papá quería poner
arbustos o lo que llamaba plantas resistentes, pero mamá no quería saber nada e
insistía con los pensamientos, alegría del hogar, creo que las llamaban así,
eran unas flores chiquitas y de colores. Se morían rápido y volvía a empezar
mientras mi padre la miraba moviendo la cabeza como diciendo que testaruda esta
mujer. La verdad que no se llevaban muy bien. No digo que pelearan, por el
contrario, se hablaban poco o yo presencie pocas palabras entre ellos, vaya uno
a saber. ¿Viste que cuando somos chicos percibimos las cosas con un sentido que desparece al crecer?
-Si, es cierto, aunque
nunca me detuve a pensarlo demasiado. ¿Querés mate o no?
-Mi papá se paraba en
la entrada de ese jardín y yo en la entrada de la casa. Lo miraba, así parado
de espaldas a mi, su cuerpo largo, delgado, los hombros rectos. A los cuarenta
años le quedaba muy poco de su pelo castaño claro y finito. Pensando esto fue
bueno heredar el pelo de mamá, voy a cumplir cincuenta y todavía tengo rulos
para peinar. Era raro verlo parado ahí, inmóvil. Ahora creo que pensaba en la
Inglaterra de sus padres ya fallecidos. Acá en Argentina no tenía parientes. La
única persona que llevaba su sangre era yo. El resto de la familia era política,
mis abuelos maternos, que para ese entonces ya habían muerto y el único hermano
de mi madre, el tío Félix. Pero vivía en Córdoba.
-¡Claro, la casa donde
fuimos el verano pasado! Me contaste lo quilombos que hacías de chico en esa
casa.
-Si. Todos mis veraneos
eran en Córdoba. ¿Raro no?
-¿Veranear en Córdoba? ¿Que
tiene de raro?
-No eso no, que todos
seamos cordobeses, casi por casualidad. Bueno mamá no, pero papá y yo si.
-No entiendo ¿porque
por casualidad?
-Mi abuelo paterno era ejecutivo
en una importante empresa de tejidos en Inglaterra. Lo destinaron a Venezuela
durante cinco años y se estableció en Caracas recién casado con mi abuela.
Cuando estaba todo listo para volver a su país decidieron tener su primer hijo,
pero las cosas muchas veces no se dan como uno las piensa. Un mes antes de
retornar y cuando el embarazo cumplía el cuarto mes, le informaron que tenía
que venir para la sucursal de Argentina. Mi abuela casi pierde el embarazo por
el disgusto. Buenos Aires no le gustaba y terminó enfermándose. Por lo que pude
saber fue más tristeza que un mal físico. Viajaron a Córdoba para descansar y
mi abuela se puso mucho mejor, así que compraron una casa y ella no quiso
volver a la ciudad. Mi abuelo iba y venia todo el tiempo. Papá nació en Córdoba
y mientras crecía, viajo en muchas oportunidades a Inglaterra, hasta vivió en
Londres por períodos bastante largos de tiempo, pero siempre volvía y en una de
esas vueltas, cuando ya estaba recibido de ingeniero, conoció a mi madre. Era
casi diez años más joven que él y tan distinta. Supongo que algo los unió, algo
que siempre voy a ignorar los enamoró a uno del otro. No sé.
-El amor no tiene por
qué ser de una forma determinada. Se habla y se escribe mucho al respecto, pero
la verdad es que nadie puede andar dando catedras. Hay parejas desparejas por
todas partes.
-Eso es cierto. La cuestión
es que se casaron y yo terminé naciendo también en Córdoba. Por eso digo que
somos cordobeses, medio de casualidad.
-Ahora comprendo. Es
extraño, hace más de un año que nos conocemos y nunca me habías contado tantas
cosas sobre tu vida. Por lo menos no con tantos detalles. Estás raro esta
tarde. ¿Qué miras tanto por la ventana?
-Amo Buenos Aires. No
entiendo como no le gustaba a mi abuela. Creo que a mi madre tampoco. Pero a mi
padre si. Le gustaban sobre todo los días como hoy, grises, nublados y
lluviosos. Tomaba té sentado frente a la ventana en el sillón donde murió de
repente, sin estar enfermo, a los cuarenta y cuatro años. Todavía puedo ver con
detalle la taza de te rota en el suelo y la mancha oscura que dejó el liquido.
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