El Deber de Albano
No tiene miedo. El miedo es un
sentimiento de estúpidos. Para seres impares como el, no existen esas
sensaciones. Camina las calles solitarias de la madrugada con los ojos abiertos
y las terminaciones nerviosas al colmo de la sensibilidad. Un silencio cargado
de sonidos que trae el viento es todo lo que puede percibir. Mira sobre su
hombro un instante antes de meterse en su oscuro escondrijo. El cancel derruido,
que alguna vez fue la entrada de una importante casa, ahora no es más que paredes
sostenidas por el milagro. Adopta la posición de siempre, erguido con la
espalda pegada a la piedra sucia y la respiración controlada al máximo.
Pasos apagados se acercan. Tacos
de mujer algo apurada, no mucho. Puede decirse que son pisadas temerosas, pero
él no lo siente. Escucha y sonríe. La maldita no está en su casa a esas horas
impropias. Las buenas chicas no caminan por calles tenebrosas, no andan
repicando tacos, mostrándose sin pudores. Las buenas chicas están en sus
habitaciones, metidas en sus camas, con sus camisones de algodón. Los pasos
cada vez más cercanos, la sonrisa cada vez más grande, las pupilas cada vez más
dilatadas.
Salta sobre su presa con maestría.
Una mano en el cuello y la otra directo al pelo. En una fracción de segundo, la
infeliz, tiene la cabeza tan doblada hacia atrás que los tendones del cuello
están al punto de romperse. Le suelta el cuello y la golpea con brutalidad en
la garganta. Un golpe ensayado y practicado miles de veces. Se desvanece,
pierde toda su fuerza al instante, como una muñeca rota cuelga del mechón de
pelo que sostiene en su mano. La oscuridad cubre su cara. No necesita verla,
sabe que es mala y los rostros de la maldad son sombríos como la noche.
Camina decidido por la hierba
alta y seca. A su espalda el cuerpo hace un ligero ruido mientras lo arrastra.
Piensa en lo liviana que es ahora que perdió su descaro, ahora que descansa
tranquila, como debió estar haciendo en su cama, con un sueño cargado de
imágenes alegres, paseos por la playa, visitas a sus tías, comidas en el campo.
Se siente bien. Siempre se siente bien cuando cumple con el deber de limpiar el
mundo de impías. Un campanilleo adormecido lo para en seco. Agudiza su oído y
espera. Solo el viento, se dice. Vuelve a avanzar, pero esta vez mas despacio.
Casi al borde del profundo pozo donde termina sus tareas nocturnas, vuelve a
percibir el sonido de campañillas. El apuro lo trastorna, alguien viene o tal
vez hay alguien más en ese lugar. Se da vuelta y levanta el cuerpo en un solo
movimiento. Lo arroja al profundo y negro pozo esperando captar el eco del golpe
en el agua. En ese preciso instante vuelve a sentir las campañillas, perfectas,
sonoras, limpias, musicales. Se apagan en la profundidad del pozo y todo queda
sumido en la noche negra.
La silenciosa y quieta casa lo
recibe como siempre. Por primera vez desde que inicio sus limpiezas nocturnas
vuelve con una sensación desagradable. Camina despacio para no hacer ruido. En
el baño se saca toda la ropa y la tira en el cesto para lavar. Se enjabona las
manos, la cabeza completa, el cuello, los brazos, fregándose con desesperación.
Cuando termina de lavarse se siente un poco mejor. De todas formas, el sonido
de esas campañillas, sigue en su cabeza. Las escuchó antes, está seguro, pero
también está confundido, cansado. Se pone el pijama y mira su rostro en el
espejo medio empañado. Lo mejor es dormir. Con la luz del sol, todo estará
claro y las campañillas habrán desaparecido para siempre.
-¡Albano! ¿Dónde está Bea? –Tina
le grita con la cara casi pegada a la suya. Todavía dormido no puede entender
la desesperación de su hermana menor. Se incorpora despacio en la cama y la
mira con los ojos embotados.
-¿Me escuchas? ¿Dónde esta Bea?
–Vuelve a preguntar angustiada –Anoche salió atrás tuyo, quería saber que haces
por las noches, cuando te escapas. Me dormí esperando y ahora no está en la casa.
El brillante sol de la mañana
invade la pieza. Tina llora y pregunta a los gritos por la hermana mayor. El
también llora. Las campañillas repican en su cabeza, como todas las mañanas
cuando Bea le trae el desayuno y camina diligente haciendo sonar su pulsera de
plata.