sábado, 22 de diciembre de 2012


El Deber de Albano


No tiene miedo. El miedo es un sentimiento de estúpidos. Para seres impares como el, no existen esas sensaciones. Camina las calles solitarias de la madrugada con los ojos abiertos y las terminaciones nerviosas al colmo de la sensibilidad. Un silencio cargado de sonidos que trae el viento es todo lo que puede percibir. Mira sobre su hombro un instante antes de meterse en su oscuro escondrijo. El cancel derruido, que alguna vez fue la entrada de una importante casa, ahora no es más que paredes sostenidas por el milagro. Adopta la posición de siempre, erguido con la espalda pegada a la piedra sucia y la respiración controlada al máximo.
Pasos apagados se acercan. Tacos de mujer algo apurada, no mucho. Puede decirse que son pisadas temerosas, pero él no lo siente. Escucha y sonríe. La maldita no está en su casa a esas horas impropias. Las buenas chicas no caminan por calles tenebrosas, no andan repicando tacos, mostrándose sin pudores. Las buenas chicas están en sus habitaciones, metidas en sus camas, con sus camisones de algodón. Los pasos cada vez más cercanos, la sonrisa cada vez más grande, las pupilas cada vez más dilatadas.
Salta sobre su presa con maestría. Una mano en el cuello y la otra directo al pelo. En una fracción de segundo, la infeliz, tiene la cabeza tan doblada hacia atrás que los tendones del cuello están al punto de romperse. Le suelta el cuello y la golpea con brutalidad en la garganta. Un golpe ensayado y practicado miles de veces. Se desvanece, pierde toda su fuerza al instante, como una muñeca rota cuelga del mechón de pelo que sostiene en su mano. La oscuridad cubre su cara. No necesita verla, sabe que es mala y los rostros de la maldad son sombríos como la noche.
Camina decidido por la hierba alta y seca. A su espalda el cuerpo hace un ligero ruido mientras lo arrastra. Piensa en lo liviana que es ahora que perdió su descaro, ahora que descansa tranquila, como debió estar haciendo en su cama, con un sueño cargado de imágenes alegres, paseos por la playa, visitas a sus tías, comidas en el campo. Se siente bien. Siempre se siente bien cuando cumple con el deber de limpiar el mundo de impías. Un campanilleo adormecido lo para en seco. Agudiza su oído y espera. Solo el viento, se dice. Vuelve a avanzar, pero esta vez mas despacio. Casi al borde del profundo pozo donde termina sus tareas nocturnas, vuelve a percibir el sonido de campañillas. El apuro lo trastorna, alguien viene o tal vez hay alguien más en ese lugar. Se da vuelta y levanta el cuerpo en un solo movimiento. Lo arroja al profundo y negro pozo esperando captar el eco del golpe en el agua. En ese preciso instante vuelve a sentir las campañillas, perfectas, sonoras, limpias, musicales. Se apagan en la profundidad del pozo y todo queda sumido en la noche negra.
La silenciosa y quieta casa lo recibe como siempre. Por primera vez desde que inicio sus limpiezas nocturnas vuelve con una sensación desagradable. Camina despacio para no hacer ruido. En el baño se saca toda la ropa y la tira en el cesto para lavar. Se enjabona las manos, la cabeza completa, el cuello, los brazos, fregándose con desesperación. Cuando termina de lavarse se siente un poco mejor. De todas formas, el sonido de esas campañillas, sigue en su cabeza. Las escuchó antes, está seguro, pero también está confundido, cansado. Se pone el pijama y mira su rostro en el espejo medio empañado. Lo mejor es dormir. Con la luz del sol, todo estará claro y las campañillas habrán desaparecido para siempre.
-¡Albano! ¿Dónde está Bea? –Tina le grita con la cara casi pegada a la suya. Todavía dormido no puede entender la desesperación de su hermana menor. Se incorpora despacio en la cama y la mira con los ojos embotados.
-¿Me escuchas? ¿Dónde esta Bea? –Vuelve a preguntar angustiada –Anoche salió atrás tuyo, quería saber que haces por las noches, cuando te escapas. Me dormí esperando y ahora no está en la casa. 
El brillante sol de la mañana invade la pieza. Tina llora y pregunta a los gritos por la hermana mayor. El también llora. Las campañillas repican en su cabeza, como todas las mañanas cuando Bea le trae el desayuno y camina diligente haciendo sonar su pulsera de plata.





viernes, 21 de diciembre de 2012

21-12-2012



No conocía el miedo. Me creía inmortal. Mucho tuvo que ver el haber crecido rodeada de muerte. Difícil ser joven en esos días. Difícil ser joven y diferente. Pero no lo podía evitar. Si todos escuchaban a los Beatles yo enloquecía por los Stones. Si todos leían Juan Salvador Gaviota yo leía Hojas de hierba. Si todos cantaban Rasguña las piedras yo cantaba Gente que no. Los adocenados me aburrieron siempre, me adormecían. Nunca vas a llegar a ningún lado con esa actitud, me decían. Porque usas el pelo así, me decían. Porque te pones esa ropa, me decían. Porque perdes el tiempo en vez de estudiar una carrera, me decían. Como hacerles entender. Ni me molestaba. En eso estaba cuando me enamore de unos tipos con caras raras y pantalones ajustados. Sonidos nuevos, estética nunca vista. Música amable y poesía transgresora. El día que escuché por la radio Me fascina la parrilla, salí de raje a comprar el casete, ahí descubrí que había un casete anterior. Los compré a los dos y no paré de escucharlos. Fue amor. Los ví en muchos recitales, esperé por horas en la puerta de canal 13 para verlos de cerquita. Compraba sus discos en cuanto salían. Él estaba siempre ahí, con sus ojos brillantes y transparentes. Siempre ahí, adelante, con su baile, su sonrisa, su manejo exacto del escenario. Yo flotaba, no me importaba nada. Cuando lo ví sentado en Obras, cantando Transeúnte sin identidad, lloré sin consuelo, sentí que se despedía, sentí que la fragilidad que sostuve unos días antes al tomarlo del brazo, no era buena señal, sentí que una parte de mi vida se cerraba para siempre y no me equivoque. El 21 de diciembre de 1988 me levanté, como todos los días y fui al trabajo. Tenía 23 años y un extraño cansancio en el alma. Me senté en mi escritorio donde me esperaba un trabajo monótono. Una compañera corrió para decirme compungida, cuanto lo sentía. La miré sin entender. Había muerto Federico Moura.

M.V.M.